Hubo un tiempo en que el Atlético no sentía mariposas en su estómago. Ni transmitía vibraciones. Tampoco tenía corazonadas de cara a un derbi. Lo que antes fue el partido más esperado para tratar de tocar el cielo o sentir el éxtasis pasó a ser una pesadilla, un calvario, un duelo. Una gran mayoría habría pedido borrar esa fecha del calendario. Ahorrarse metros de berrinches, kilos de desilusión y litros de lágrimas. La dinámica perdedora se instaló con insultante naturalidad y repetitiva rutina en la ribera del Manzanares. Días, meses y años grises, depresivos. Desde 1999. Se buscó un antídoto. Pasaron unos cuantos druidas por su banquillo. Desfilaron tenaces guerreros, consumados goleadores, pero todos los intentos resultaron baldíos para hacerle doblar las rodillas al poderoso vecino, que cada año, llegaba con sus rutilantes estrellas y engordaba su palmarés.
El pueblo colchonero, a la espera de un líder que les llevase a reencontrarse con tardes o noches de gloria, le tocó jurar en hebreo, cumplir un voto de castidad en contra de su voluntad o tragar saliva ante cada afrenta recibida ante los de blanco. Las heridas no dieron tiempo a cicatrizar ante tanta derrota. Continuadas. Repetitivas. Cansinas. Dolorosas. Una generación sufrió alzheimer. De un plumazo se le olvidó conjugar el verbo ganar. Otra no lo conoció. Así, durante 14 años. Pero una cosa clara. Nunca hubo una pérdida de fe entre su legión de seguidores.
Esa fue la cantinela hasta el 2013. Una nueva era se inició en el Manzanares Hubo un antes y un después tras la llegada del Cholo. Una noche lluviosa, los hijos de Neptuno saciaron su habre y sed de victoria. En la final de Copa del Bernabéu. Desde el banquillo, Simeone guió sin tridente hacia la victoria. La suerte se alió y vistió de rojiblanco con tres postes repelidos en la meta de Courtois. El Atlético en territorio merengue alzó el trofeo. La historia dio un giro. Simeone había logrado imbuir el espíritu guerrero, competitivo, el gen de no rendirse nunca, el orgullo por un escudo y el amor de una camiseta ante el máximo rival. Su lema de partido a partido, un topicazo que los técnicos inculcan a sus futbolistas, resumió la patente de su éxito. El Atlético, ese gigante, que se empequeñecía y se acomplejaba ante el eterno rival estaba de vuelta. Los hijos del Cholo arrastraron con su fuerza y fe a su parroquia que no dio crédito a vivir un nuevo triunfo en su siguiente visita a suelo merengue.
Luego, llegaron la eliminatoria copera, el derbi liguero de vuelta en el Calderón, la final de la Champions o la Supercopa de España, Hubo resultados de todos los colores. Decepciones y alegrías repartidas, pero desde el sentimiento colchonero, no se sintió esa sensación de vacío, de dar por perdido de antemano el derbi en cuestión. Saciados de tantos en el pasado curso, nos toca vivir ahora el segundo en apenas unas semanas. Y como desde aquella final de 2013 d.c (después del Cholo, por supuesto),el Atlético mira con aire al Real Madrid. Sin agobios. Sin miedo. De tú a tú. Desafiante. Seguro de sus fuerzas. Como pasó en la década de los 5o y 60. Los blancos reinaban en Europa, pero en unas cuantas finales de Copa se marcharon sonrojados por la avería que les causó el vecino, entonces, con domicilio en El Metropolitano. Como pasó también en una parte de la década de los 70.
Todo por culpa de ese señor vestido de negro. Que luce palmito desde la banda. Al que le falta su tridente, como el que porta Neptuno en su mano izquierda. Que enciende con sus gestos la pasión y acelera los corazones de una afición que ruge, alienta y empuja como mingua a sus jugadores. Con su llegada recuperó la autoestima entre su gente y la senda de triunfos y títulos. Llega un nuevo derbi. En la tercera jornada. Aún queda mucha tela que cortar. El Atlético llega seguro. Creyendo firmemente en sus convicciones. El Madrid lo hace dubitativo. Sin haberse restablecido aún del dolor por la pérdida de Di María y Xabi Alonso. Con la imperiosa necesidad de no poder perder su segundo partido tras tres jornadas y con el cogote agobiado. El sábado le espera otro examen. El test de su grada. Más exigente y fría que la colchonera. Cuando el árbitro pite dará comienzo el partido. Tres posibilidades en el resultado final. Pero, por lo menos, en el Atlético llegan con la sensación de jugarle de tú a tú al vecino. De no enseñar la bandera blanca antes de tiempo. De acudir a la cita con la cabeza baja y de querer que el trámite pasase lo antes posible y fuese lo menos doloroso posible. La vuelta del derbi era necesaria para la Liga. El paseo militar merengue hizo de él un partido más cuando debe ser diferente y una referencia en el calendario como lo es el Clásico (Madrid-Barcelona), el cual había restado brillo y robado protagonismo al duelo de eterno rivales. Un encuentro que enciende pasiones, despierta una rivalidad y que por una semana divide a la capital de España. Una cita que ya no es un paseo para el Madrid ni una tortura para el Atlético.
About Francisco J. Molina Quirós
Desde 1988 ligado al periodismo deportivo, pero me encanta escribir sobre lo que me rodea.