Después de los resultados de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia, la mitad de los ciudadanos respiramos un poco más tranquilos con el triunfo de Juan Manuel Santos (7.816.986 votos); la otra mitad quizás se relama las heridas por el fracaso de su candidato el ‘zorro’ Oscar I. Zuluaga (6.905.001 votos), quien realmente era una de las infinitas advocaciones del mesiánico y prestidigitador, Álvaro Uribe Vélez, que aún ahíto de poder, después de ocho años de gobierno suyos, se sacó de la manga un nuevo as, o más bien, un títere de la chistera, para mandar de nuevo en Colombia.
Si tomamos en cuenta que Uribe es actualmente senador electo, el triunfo de su polichinela hubiese significado el establecimiento de una figura inédita en nuestra carnavalesca historia de república bananera: la del “senador-presidente”, es decir, alguien quien redacta, estudia, legisla y ejecuta las leyes, a su sabio entender y dependiendo de la fase lunar de su imprevisible carácter multipolar. Pero, para ceñirnos a los hechos, ello no hubiese resultado exótico si nos atenemos al estilo de hacer política que se ha instaurado en Colombia en los últimos años. Uribe, puede decirse, es de esos presidentes que no tienen visión de Estado sino de ‘establo’. A la usanza de los terratenientes que, por ser propietarios de la tierra, hacen en su finca lo que se les da la gana, con lo cual disponen a su antojo de animales, trabajadores y bienes materiales, Uribe gobernó a Colombia como si esta fuese la finca amplificada de sus ambiciones. En esos ocho años gritó, calumnió, reprendió, trato como ratas a los empleados de la Casa de Nariño (“Y si lo veo le voy a dar en la cara, marica», le espetó a un subordinado), puso en la mira de los sicarios a periodistas, jueces, activistas de derechos humanos, sindicalistas y aquellos testigos que lo acusaban de sus muchas fechorías.
Pero, claro, ese modo de gobernar suele también tener éxito en sectores importantes de la opinión pública. Sobre todo en aquellos países en los que se vive en condiciones de inestabilidad política y económica. Ante el autoritarismo se rinden siempre aquellas buenas gentes que necesitan ser gobernadas con garrote. Constituyen el tipo de ciudadano que vive soñando con el surgimiento del “hombre fuerte”, del dictador o del caudillo. Ese sector de la población añora un orden en medio del caos nacional, sin importarle los medios empleados para el supuesto reordenamiento definitivo de la vida colectiva. En el imaginario popular siempre han tenido un espacio importante las figuras que reemplazan la del padre autoritario del periodo de la infancia, el que ponía los límites y decidía qué era lo bueno y lo malo. Abandonados en un país tan hostil y violento, en el que ya no contamos con esa presencia protectora, nada más tranquilizador que dejar en manos de un personaje despótico la administración de nuestra angustia. Aquellos que se dejan seducir por las quiméricas promesas de los gobiernos fuertes (“Mano firme y corazón grande”, era el eslogan de Zuluaga), creen en las soluciones finales y en las políticas de tierra arrasada. Sin embargo, la historia del siglo XX dejó claros ejemplos de que tales soluciones definitivas sólo conducen a la barbarie, que son fantasmagorías que se proyectan en la sala de nuestra inocente cobardía e inmadurez suprema.
Es tanta la fe que profesan amplios sectores de la población en la violencia institucionalizada y sistemática, que en los primeros años del paramilitarismo en Colombia, en la década de los ochenta del siglo pasado, se dieron numerosos casos de padres de familia que confiaron a los paramilitares la tutela de sus hijos “descarriados”. Si un padre sentía que su hijo o hija representaban un problema que se le escapaba de las manos, ya fuere porque fumaban marihuana o porque no estudiaban o vagaban por las calles, acudían a los paramilitares para que llamaran al orden a sus hijos. Después se supo que los paramilitares no impusieron precisamente correctivos pedagógicos, sino que asesinaron, violaron, maltrataron y humillaron públicamente a esos mismos jóvenes a quienes sus padres habían pedido disciplinar. Cuando se dieron cuenta de su error, ya era demasiado tarde: habían caído en las garras de un poder criminal que les tentaba con eso que ellos no podían imponer ni siquiera en sus casas: “el reino del orden y la seguridad”.
He titulado estas líneas “3000 razones para celebrar la derrota de Uribe en Colombia”, porque esa es la cifra aproximada de las ejecuciones extrajudiciales, cometidas por miembros del ejército nacional, durante los dos gobiernos de Uribe. Unos de los objetivos que perseguían esos crímenes de Estado contra civiles inocentes, era el de elevar las estadísticas de efectividad de las fuerzas gubernamentales en su lucha contra la guerrilla, en el marco de la llamada, con macabra ironía, política de “seguridad democrática”. Por eso, si alguien quiere entender por qué fracasó el títere de Uribe, el pasado domingo 15 de junio, en la segunda vuelta de las presidenciales, debe tener en cuenta que la mayoría de las fuerzas demócratas del país, así como buena parte de los intelectuales y artistas, decidieron no dejar sólo a Santos en su previsible derrota, para evitar que volviera ese régimen de terror implantado por Uribe. La victoria del uribismo hubiera significado un retorno a una época de persecución oficial contra las corrientes políticas progresistas, de corrupción, de nepotismo y de auge del narco-paramilitarismo. Y, sobre todo, hubiese representado la victoria de la noción anticultural del “todo vale”, que el “mejor presidente que ha tenido Colombia hasta la fecha”, se ha encargado de pergeñar en el imaginario popular. Al final de la jornada electoral, cuando se confirmó la victoria de Santos, todos los demócratas pudimos respirar un poco más aliviados y liberarnos, en parte, de la tensión que nos supuso sentir que estuvimos expuestos al retorno de una de las épocas más funestas de la endeble democracia en Colombia.
Pedro Sarmiento Sandoval.
Periodista e investigador literario nacido en Colombia, pero hace muchos años practico una especie de “nomadismo cultural”. Por ahora resido en el Reino Unido, mañana quién sabe. Tengo un doctorado en literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Salamanca