Buena parte de los escritores e intelectuales colombianos están hastiados de la repetida presencia del creador antioqueño, Fernando Vallejo (Medellín, 1942), en el panorama cultural y literario de Colombia. El motivo no es otro que el ruido estridente y la confusión que causan cada una de las intervenciones de Vallejo en actos públicos, en los que siempre dispara sus dardos envenenados contra todo lo que sea objeto de sus antojadizas opiniones, que abarcan lo divino y lo humano, pues, como ya veremos, Vallejo se atreve a pontificar sobre cualquier tema.
Para quien no haya oído hablar de Fernando Vallejo, hay que recordar que es autor de doce novelas, todas escritas en primera persona, entre las que destacan La virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001). Su obra de no ficción incluye las biografías de los poetas Porfirio Barba-Jacob; José Asunción Silva y del filólogo Rufino José Cuervo; y las especulaciones científicas La tautología darwinista y otros ensayos (2002), y Manualito de imposturología física (2005). También publicó un libro contra el cristianismo y la Iglesia Católica, titulado La puta de Babilonia (2007).
Lo curioso es que, en teoría, Fernando Vallejo es un intelectual que estaría autorizado, por su diversa formación humanística, científica, cinematográfica y musical, a hablar de lo que se le diera la gana. Valga decir que el autor de la formidable novela El desbarrancadero, por la que fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos (2003), tiene un título en biología y cursó estudios parciales en filosofía y dirección cinematográfica, y sus amigos dicen que es un pianista amateur que es capaz de interpretar con solvencia obras de Chopin o Mozart.
Con semejante educación todo haría prever que sus opiniones constituirían uno de los faros que iluminan el proceloso mar de la realidad colombiana. Pero lo insólito de Fernando Vallejo es que, por decisión propia, se ha convertido en el friki mayor de la literatura colombiana, propósito en el que desempeña un papel preponderante su extravagante intención de elevar la “perorata”, como él llama a su propio discurso, a la categoría de género literario.
Pero, ¿qué se puede entender por perorata? Se trata de una “oración o razonamiento molesto o inoportuno”, según el diccionario de la Real Academia Española, a la que, entre otras muchas cosas, Vallejo también detesta. El autor parece, entonces, aplicar a rajatabla dicha definición, pues cada uno de sus discursos, antes que reflexionar, cuestionar o indagar, parecen tener como objetivo final herir susceptibilidades, causar inquina, animadversión y confusión, una actitud que tampoco rehúye a la vulgaridad de la más baja estofa. Lejos estamos así de las suscitadoras y ácidas “provocaciones” que acuñaba el filósofo y literato, Rafael Gutiérrez Girardot (1928-2005), para generar debates conceptuales en el autocomplaciente medio intelectual colombiano.
La perorata vallejiana, por lo contrario, parece más un tipo de indignación que se ha decantado por el odio, el berrido y la pataleta, en la que la expresión del rencor ha pasado a ser más importante que el objeto mismo de ese rencor desbordado. El gesto por encima de las ideas y del afán de encontrar algún tipo de verdad provisional. Vallejo lo sabe todo, es el dueño de la verdad absoluta y de alguna manera toma a su público por ese conjunto de gente estúpida que vive en la completa ingenuidad y a la que él le tiene que señalar, con su magisterio bravucón, qué es lo malo en la política, en la biología, en la física, en la filología, en la gramática, en las matemáticas, etc. No hay tema que se le escape al nuevo sabio montaraz.
Con el tono particular del típico bocón y deslenguado, Vallejo es en definitiva un personaje de la picaresca antioqueña, que ha despotricado contra casi todo por lo que sentimos algo de aprecio: la figura de la madre (“mi mamá tuvo 25 hijos. Hijos y más hijos y más hijos que ella fabricaba en su interior y que después expulsaba por la vagina con la placidez de quien desgrana avemarías de un rosario. Era una máquina vesánica de parir”), los hijos, la lengua española o la noción de patria o nacionalidad (“Entre colombiano y colombiano hay que dejar por lo bajito un kilómetro de separación o se matan. Son como las ratas de laboratorio que si se hacinan, primero copulan, después paren y finalmente se despedazan a dentelladas”).
Por otra parte, con el libro La tautología darwinista y otros ensayos, intenta demostrar que Darwin no es más un farsante e impostor, porque sí, porque él tiene una licenciatura en biología y eso ya lo convierte en un genio; y otro de física, Manualito de imposturología física, en el que trata de charlatanes a Newton, Einstein y Maxwell. Dos publicaciones que no han merecido un mínimo comentario favorable y sí muchas burlas entre los grupos científicos de esas áreas. “Los primeros seis capítulos del libro [Manualito de…] contienen imprecisiones, errores infantiles, ingenuidades y absurdos, aunque muestran, en mi opinión, un esfuerzo genuino, aunque desafortunado, por luchar con algunos conceptos físicos, usando rudimentos matemáticos que no van más allá de la aritmética elemental”, señaló recientemente el matemático colombiano Juan Diego Vélez.
En lo que respecta al orden social, Vallejo considera a los pobres verdaderos lastres del progreso, sanguijuelas que se implantan en cualquier proyecto empresarial para hacerlo fracasar. Lo mejor que podrían hacer los pobres, según él, es morirse o, al menos, dejar de reproducirse; al Papa y a los cardenales los llama “travestidos” (“¡Qué podía salir de un cónclave de travestidos sino otro! Alimañas travestidas de santidad”), seguramente para derrumbar, con la sola densidad revolucionaria de ese calificativo, todo el edificio teológico, cultural y político que soporta la influencia, perniciosa o no, de la Iglesia de Roma en el mundo.
Pero lo que más llama la atención de Vallejo no es su discurso incendiario, sino el hecho de que su perorata es completamente inútil, que ni siquiera sus enemigos se lo toman en serio, que los suyo es ser un payaso de ocasión para los carnavales literarios. ¿Acaso hay una sola de sus periódicas y bien administradas pataletas que se haya traducido en Colombia en una investigación periodística o judicial o en un amplio debate intelectual o literario? Vallejo sólo sabe divertir con sus insultos, y su impostado lenguaje barriobajero, de “pelado de la calle”, no hace más que confundir a la gente, en un país donde se supone que los intelectuales tienen el deber de aportar ideas para ayudar a superar el caos en que se vive.
Tal vez en aquellos países que se dicen propensos a cierto aburrimiento, como serían Suecia, Noruega o Finlandia, la perorata pudiera cumplir alguna función social y literaria, al intentar aportar un poco de colorido y vivacidad en medio de paisajes gélidos y de personas que viven la mayor parte del tiempo recogidas en sus casas. Pero en Colombia ocurre todo lo contrario: el país en sí mismo es un signo sobresaturado de referentes y connotaciones explosivas; la realidad está signada por la violencia más depravada, la corrupción, el clasismo más virulento, la pobreza más demencial y una aberrante exclusión social. Además, es un país que experimenta un estado permanente de crispación política, que afecta también la vida cotidiana de las personas, y lo que menos se necesita es que uno de sus intelectuales se desgañite con peroratas que no llevan a ninguna parte. En medio de la insoportable pesadilla del griterío nacional, el discurso de Vallejo es un signo más que se disuelve en su propio delirio redundante.
Pedro Sarmiento Sandoval.
Periodista e investigador literario nacido en Colombia, pero hace muchos años practico una especie de “nomadismo cultural”. Por ahora resido en el Reino Unido, mañana quién sabe. Tengo un doctorado en literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Salamanca