Pasados los pródigos actos de homenaje a la memoria y obra de Gabriel García Márquez, podemos hacer ahora lo que más necesitan tanto el personaje como su legado: un poco de crítica y de discusión. Con este propósito es posible incitar la relectura del trabajo del fallecido Nobel colombiano, con el subrayado de una de las fascinantes peculiaridades de la obra más significativa de García Márquez, Cien años de soledad: el hecho de que esta novela sea producto de un gran error.
Es curioso, pero sólo teníamos conocimiento de que ese tipo fenómenos era únicamente posible en el ámbito científico. Quién no recuerda que la penicilina fue descubierta debido a un descuido de Fleming, que al parecer, y para fortuna nuestra, no mantenía muy limpio su laboratorio; o qué hombre de nuestro tiempo no le debe un tributo a los investigadores que fracasaron en la búsqueda de un fármaco contra la angina de pecho, pero que se toparon con la testaruda Viagra.
Está claro, pues, que en las ciencias de la naturaleza el error puede dar lugar a enormes descubrimientos, mientras que en el campo literario muchos negarán que eso sea posible. Yo me atrevo a proponer que con Cien años de soledad, tenemos la primera obra maestra que ha nacido de un error, y no de uno pequeño, como serían el olvido de algún personaje de un capítulo a otro o la resucitación inesperada de uno que ya sabíamos muerto. No, al que me refiero podría clasificarse entre los errores descomunales que se puedan cometer en el ámbito literario.
¿Cuál es, entonces, ese error? Nada más y nada menos uno que García Márquez cometió en la misma concepción de Cien años de soledad. Sin embargo, a favor del creador de Aracataca juega el hecho de que su equivocación no fue sólo suya, sino que se trató, digamos, de un “error de la época”
Para entenderlo, hay que remontarse a mediados del siglo XX y preguntar qué estaban haciendo, por esos años, Gabo y todos sus demás compañeros de letras. Viajamos en el túnel del tiempo e indagamos por qué todos tenían el ceño fruncido: junto con García Márquez vemos reclinados en sus máquinas de escribir a Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Los cuatro estaban recibiendo el testigo de manos de Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias y Juan Rulfo, entre otros veteranos de la misma causa. A los de antes y a los escritores del Boom los unía una igual preocupación: todos intentaban crear la gran novela fundacional de la cultura y de la literatura Latinoamericanas. Todos se esforzaban por crear la Ilíada y la Odisea de Nuestra América; una narrativa que respondiera la pregunta esencial: “¿Quiénes somos los latinoamericanos?, ¿de qué estamos hechos? Una vez hallada la respuesta se suponía que sería más fácil responder la segunda cuestión fundamental: ¿qué debe ser la literatura latinoamericana?
Esa ansiedad del reto no resuelto les producía urticaria y un insoportable estreñimiento creativo. Se revolcaban en sus sillas, sufrían de insomnio y mimaban sus ojeras como si fueran maquillaje de camuflaje en esa guerra abierta que libraban contra el vacío de su territorio: Latinoamérica no contaba con una novela que reflejara la grandeza inédita de todo un pueblo y su cosmovisión. Había que comenzar de cero porque allí el mundo era casi virgen, y, si podíamos comprendernos, era porque a duras penas señalábamos las cosas con el dedo.
Y se hizo el milagro: un demiurgo, un alquimista, un orfebre de las letras, que tejía metáforas con intenciones oceánicas, nos regaló su sagrada creación, Cien años de soledad, para que nos miráramos en ella como en un espejo y entendiéramos por fin quién éramos. ¿Y quién éramos a fin de cuentas? Pues según Gabo, éramos, ante todo, un tipo de realidad mágica que no transcurría en la misma dirección lineal que seguía la historia de los pueblos más civilizados de Occidente. Nuestra existencia no iba para ninguna parte porque estábamos atrapados en un Mito, y en uno sangriento, para más desgracias. Los ciclos de violencia se repetían en espiral y la línea recta hacia el progreso era algo que nos era ajeno. Vivíamos en cierto orden pre-histórico, un estadio que Europa ya había superado hacía mucho tiempo, cuando se lanzó a conquistar su propio destino.
Y, entonces, ¿cuál fue el error? Se preguntarán los internautas. Pues ese, precisamente: que ni nuestra historia obedece a una dinámica mítica ni somos esencialmente realismo mágico ni pesa sobre nosotros ninguna maldición genética que nos impida comprender y emprender el camino hacia el progreso. García Márquez estaba equivocado antes de sentarse a escribir su obra cumbre, lo que significa que los presupuestos ideológicos de Cien años de soledad son espurios. Esos presupuestos constituían la ideología dominante de la época, y los compartían muchos Intelectuales; entre tanto, Europa aplaudía una visión de ese tipo porque tenía la ventaja de rotular la noción de Latinoamérica como un rentable producto exótico. Para los europeos era todo un espectáculo mirar hacia una región que supuestamente se regía por las ingobernables coordenadas de lo mágico y lo mítico, y no por las determinantes de la historia moderna.
¿Lo anterior quiere decir que Cien años de soledad es una novela condenada al fracaso? “No necesariamente”, me atrevo a responder. Eso dependerá de cómo se la lea en el futuro. Si insistimos en la novela-espejo, que refleja la esencia del ser latinoamericano, sus días están contados. Pero, si la comenzamos a leer como una obra cuyo valor principal consiste en que indaga por la capacidad misma de la literatura para construir metáforas que enriquecen la comprensión de la incesante aventura humana, Cien años de soledad estará vigente hasta el fin de los tiempos.
Pedro Sarmiento Sandoval.
Periodista e investigador literario nacido en Colombia, pero hace muchos años practico una especie de “nomadismo cultural”. Por ahora resido en el Reino Unido, mañana quién sabe. Tengo un doctorado en literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Salamanca